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Cabildo de Montevideo |
Por BRUNO ACOSTA
Con motivo de la silenciada
pretensión de Miguel Sanguinetti Gallinal, Presidente de la Federación Rural,
en junio de 2018, de impulsar la creación del Consejo de Economía Nacional.
Pretensión que saludamos.
Se dijo en la primera entrega de este ensayo que uno
de los grandes errores de la teoría política moderna radica en afirmar, cual un
dogma, que la única representación política posible es la representación en
base a los partidos políticos. Este error lo profesan, no casualmente, tanto
los marxistas más radicales como los liberales de la misma condición. Se
procurará en este apartado, sucintamente, historiar el origen de este error.
Podría decirse, aproximadamente, que la torcida
pretensión de que la única representación política válida es la que se basa en
los partidos políticos nace por el año 1789, cuando la Revolución francesa.
Revolución burguesa y mesiánica, desplazó de un férreo golpe auténticas y
eficientes formas de representación, como las corporaciones de origen medieval:
corporaciones de oficios, de profesionales, de estudiantes. Reemplazó estas
agrupaciones verdaderamente representativas por los parlamentarios partidistas,
ungidos por la mitad más uno a través del voto individual y abstracto; primero
censitario, luego universal.
Triunfante la Revolución francesa y con ella sus
deformantes prejuicios –valga el pleonasmo-, el resto de las naciones
comenzaron a imitar sus modos y sus métodos. Los revolucionarios
hispanoamericanos, verbigracia, una vez desplazado el gobierno español,
promulgaron Constituciones al mejor estilo francés, carentes, entre otras
cosas, de un sano y realista sentido de la representación política. Escribe, en
ese sentido, el historiador oriental Alberto Zum Felde:
“Los constituyentes hacen tabla rasa de toda realidad.
He aquí un ejemplo: el país tiene una institución propia, tradicional, con
arraigo en las costumbres, vinculada a toda su historia, de origen en la
formación misma del país: el CABILDO.
‘Eran los Cabildos –escribe Francisco Bauzá- a todo rigor, la municipalidad,
tal como la concebimos en nuestras más adelantadas aspiraciones: administrando
justicia en las ciudades y en los campos, aprestando las milicias del país en
caso de guerra, vigilando la venta de artículos de primera necesidad para el
pueblo, fijando la tasa de los impuestos extraordinarios o negándose a concederlos’.
El Cabildo es ya, en principio, el
Municipio, y la mejor escuela de gobierno propio. En vez de ello, los Constituyentes
lo suprimen, imponiendo instituciones extrañas, convencionales y teóricas […]”.
Las fuerzas vivas de las patrias –que integraban las
corporaciones- y los verdaderos
prohombres de aquéllas –que integraban, en España y sus Reynos, los Cabildos-
fueron, de esa manera, desterrados: los substituyó el radical artificio y la
venal mediocridad de los parlamentarios partidistas.
Al punto que, respecto del Uruguay, concluye
rotundamente Zum Felde:
“La
Constitución de 1830 es, en resumen, uno de los mayores errores que se hayan
cometido en nuestro país. Ella será el impedimento más fuerte y constante
para que el país pueda constituirse, matará los gérmenes de la libertad
política e impedirá la formación de hábitos de gobierno propio, entregará la
vida de la campaña al ajeno árbitro administrativo de la capital, erigirá un
Poder Ejecutivo absoluto, incitará la violencia y la coacción electorales […]”.
Y todo por seguir, los constituyentes orientales, los
mesiánicos dictámenes de quienes, bajo el lema de Libertad, Igualdad y Fraternidad,
prepararon el camino para el esclavismo…
La regeneración religiosa, cultural y moral de la
Patria –se dijo en el apartado primero de este ensayo- necesariamente deberá
contar con un sistema que asegure una auténtica representación política, bajo
la cual sus fuerzas vivas y sus prohombres puedan manifestarse eficientemente.
Tal es lo que propone, al menos a medias –se dijo también- el artículo 206 de
la Constitución Nacional, que llama a integrar en un Consejo de Economía
Nacional a los portavoces de los intereses económicos y profesionales del país.
En ese sentido, un justo gobierno deberá motivar este tipo de órganos y de
iniciativas y deberá desterrar, en grado amplio, la política parasitaria, no
funcional, de la democracia parlamentaria, heredada de la sangrienta Revolución
francesa.
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