Por BRUNO ACOSTA
“La democracia es un dogma” (Dr. Justino Jiménez de Aréchaga)
El viernes 9 de noviembre del 2018 fue publicada una encuesta en el diario “El Observador” en la que se denunciaba que sólo el 61% de los orientales apoya la democracia, lo cual representa una caída del 9% respecto del año anterior, y la cifra más baja desde que la encuesta se lleva a cabo (año 1995).
Tomando como puntapié esta noticia, se estudiará en
sucesivas entregas el juicio que, en general, merece la democracia para la
Iglesia y para le pensamiento clásico de Occidente–que no es otro que el
pensamiento basado en la naturaleza de las cosas; el pensamiento de la
filosofía realista y perenne; el pensamiento, en fin, verdadero y agradable al
Dios Uno y Trino-
Noción de democracia
Es de rigor, para comenzar, precisar la noción misma de democracia: qué se dirá, a lo largo de
este ensayo, cuando se diga democracia.
Se dirá con democracia lo que todos o casi todos
entienden en Occidente por democracia. Lo que todos o casi todos quienes
contestaron esa encuesta entienden por democracia.
Con democracia se dirá, fundamentalmente, a los
efectos de esta exposición, dos cosas:
1) Un régimen de gobierno basado en la soberanía del
pueblo, o popular.
2) Un régimen de gobierno basado en el sufragio
universal.
Así pues, se pasará a explicar qué juicio merece para
la Iglesia y para el pensamiento tradicional de Occidente la democracia
entendida bajo estos dos aspectos, como soberanía popular y como sistema de
gobierno basado en el sufragio universal.
1) Soberanía popular
En el discurso de la fundación de la Falange Española,
pronunciado en el teatro “De la Comedia”, en Madrid, el 29 de octubre de 1933,
discurso antológico, brillante, magistral, José Antonio Primo de Rivera
enseñaba:
“Cuando en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se
llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó ‘El Contrato Social’, dejó de ser la
verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas,
los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre
sus frentes, la Justicia y la Verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que
la Justicia y la Verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran,
en cada instante, mudables decisiones de voluntad”.
“Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los
que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada
una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad
infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y
el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa
por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre los menos en la
adivinación de la voluntad soberana-
venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en
una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios
existía o no existía, si la verdad era verdad o no era verdad, si la Patria
debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.”
¿Qué quiso decir, con esto, José Antonio? Quiso decir
que a través de la voluntad soberana el pueblo, unido, manifiesta su voluntad.
Es ésta la llamada soberanía popular o del pueblo. Y que esta soberanía popular
no es más que puro voluntarismo. La Verdad, el Bien, la Belleza, dejan de ser
categorías permanentes del intelecto, de la razón, y pasan a ser mudables
prepotencias de la voluntad, en particular, de la voluntad del pueblo. Un día,
entonces, el pueblo puede decidir que Dios existe. Al otro, puede decidir que
Dios no existe. Ello de forma legítima e inobjetable. Véase, pues, lo insólito
de este planteo, en el cual se sustenta toda la teoría política moderna, desde
el liberalismo hasta el marxismo, y que da lugar a los mayores dislates,
arbitrariedades e injusticias.
En la encíclica Diuturnum
Illud, el papa León XIII dejó en claro cúal es la verdad: el origen de la
autoridad y del poder es divino; débese rechazar la absurda y torcida idea de
que “toda potestad viene del pueblo”; de que se establece un “pacto social”
entre elegidos y electores, porque “ese pacto que predican es claramente un
invento y una ficción”; y culmina sosteniendo el Papa que estas doctrinas
populistas “como tantos otros acicates estimulan las pasiones populares, que
engreídas, se insolentan precipitándose para gran daño del Estado”.[1]
El pueblo, pues, azuzado, halagado como un tirano, votará a través de su
voluntad erigida como ley rectora del universo leyes hondamente perjudiciales
para el Estado, profundamente contrarias a la razón y a la verdad, como lo son,
por citar ejemplos cercanos, la ley del asesinato del niño no nacido, la ley de
la narcotización poblacional y la ley del amancebamiento homosexual,
perfectamente legítimas desde el torcido punto de vista de la soberanía
popular.
[1] Antonio
Caponnetto, “La Democracia: Un debate pendiente (I)”, Buenos
Aires, Ediciones Katejon, 2014, p. 59.