“¡Ay del pueblo que no se siente inflamado por el
sacro ardor del patriotismo! Ha llegado para él, o está muy próxima, la época
de su decadencia” (Mons. Mariano Soler)
Sin entrar en el análisis del mérito y de las causas profundas de la Revolución oriental iniciada en 1811 y que tuvo un punto culminante el 25 de agosto de 1825 en la villa de San Fernando de la Florida Blanca; deseamos, con motivo de la fecha de ayer, compartir una reflexión.
Los valores del
espíritu son lo más alto para el hombre. El hombre no es nada sin el espíritu.
Es su alma – creada a imago dei- la
que lo distingue del resto de la Creación; si la niega, se niega sí mismo y se
animaliza.
Como los más egregios
hombres de Fe lo han enseñado, el primer amor es el amor a Dios; el segundo, el
amor a la Patria. Así San Ambrosio, para quien ‘’la primera justicia de los
cristianos es para con Dios, la segunda para con la patria, la tercera para con
la familia y la cuarta para con la humanidad”. Y la Fe y la Patria están en
estrecha relación de dependencia; más precisamente, del amor a Dios depende el
amor a la Patria: un pueblo que no ama a Dios, terminará por renegar de su
Patria. Nisi Dominus custodieri civitatem
frustra vigiliat qui custodit eam.
Tras más de ciento
cincuenta años de disolvente labor masónica, el Uruguay ha apostatado. Es, en
puridad, un pueblo ateo, y, consiguientemente, profundamente materialista. Este
caracter no se condice –como dijimos- con el amor a la Patria. Prueba de ello,
es la paulatina acedia respecto de las fechas patrióticas que demuestra la
población oriental.
Pero lo peor no es
que el uruguayo no exprese–a través de gestos, a través de actitudes- señas de
devoción en los fastos patrióticos. Lo más grave es que ello evidencia el
señorío en su alma del materialismo.
Ninguna nación
puede sobrevivir en base a solos valores materiales. Una sociedad de ese tipo
termina por consumirse. Basta con comprobar la cantidad de afecciones mentales,
de suicidios, de problemas familiares, de violencia, de delincuencia y de
drogadicción que soporta nuestro país de manera creciente. Las causas de
semejante estado son profundas, son espirituales, son fruto de una sociedad
enferma, cuyos integrantes han olvidado toda una faz de su persona: el
espíritu.
Que el 25 de agosto
haya pasado inadvertido –y que, en realidad, lo más importante fuera la noche
de jolgorio del 24- no es un dato menor: es patente comprobación de que el
pueblo oriental se consume paulatina y –casi de seguro- ineluctablemente.