La supuesta pandemia, nos guste o no, está muy lejos de ser solamente un fenómeno sanitario para serlo económico, social, político y también religioso. Las dudas pueden ser sobre si es “fundamentalmente” una acción dirigida contra algunos de estos planos y una colateralidad en los otros. Los que creemos en cosas en las que ya nadie cree, vemos que solo una vez “desreligado” (si se me disculpa el neologismo) el hombre, queda en condiciones de que las grandes catástrofes o avances (según la perspectiva) se produzcan, y por ello hemos siempre explicado el proceso revolucionario como fundamentalmente una “Conjura Anticristiana”. Pues los promotores de este proceso, más allá que sus objetivos fueran políticos, económicos o sanitarios, siempre han chocado en sus proyectos con la oposición de la Iglesia Católica (sino expresa, por lo menos en su espíritu) y han definido inequívocamente a Ésta como el objetivo primero y principal de sus embates y estrategias, convencidos de que una vez derribada lo demás “se dará por añadidura”. Sabemos por la Fe que así mismo, tras ellos, soplando encantadoras doctrinas políticas, económicas y sanitarias (artísticas en el Renacimiento), está Satán que las inspira con ese sólo objetivo deicida.
Entendemos lo de
hoy -ya sea su causa (la infección) provocada o aprovechada en la circunstancia-
como un efecto sólo posible por la defección casi total del Magisterio de la
Iglesia Católica y la consiguiente indefensión intelectual y moral de sus
fieles. La enorme dimensión del entontecimiento humano, del desbocado miedo y
del afinado egoísmo, de esta focalización existencial exclusiva sobre los
aspectos inferiores de la vida; sólo pueden ser producto de un desalojo
espiritual de lo religioso que aparenta ser casi definitivo. Desalojo que sin
duda los tiempos vienen anunciando pero que han sufrido con esto último una
aceleración o agudización sorprendente, y lo más sorprendente es que se produce
no por efecto de la encarnización del ataque (que ya no es una “tormenta de
acero”, sino un montaje bastante burdo y físicamente casi inocuo), sino por la
merma superlativa de las defensas espirituales. Lo que antaño merecía una
carnicería hoy se obtiene con espacios publicitarios.
Un minúsculo número
de hombres en el dilatado mundo pueden ver las cosas de esta manera. Muchos
otros quizá verán la movida política, el desaguisado económico y la falacia
sanitaria, pues no todos son totalmente imbéciles ni maliciosamente cómplices. Y
hasta nos compadecerán como hombres de religión por el daño colateral que
recibimos. Pero para que el problema sea fundamentalmente religioso debe
hacerse patente, ser experimentado por el hombre religioso en ese ámbito y como
una carencia evidente y dolorosa. El hombre de lo económico ve fundirse su
negocio y pasar de manos sus bienes; el político ve copar los espacios de poder
por nuevos jugadores; el sanitarista ve cómo se destruye la salud pública en
pos de un fraude comercial; pero la visión religiosa ya no es percibida por
casi nadie y esto porque ya casi nadie siente la urgencia y la absoluta
necesidad del alimento sacramental o la imperiosa necesidad vital del Culto. El
mismo hombre común de trivial religión no nota mucho la carencia de una
religión que ya fue desvalorizada.
Sin entrar en los recovecos de las teorías conspirativas
nadie puede negar que la peste ha venido de perillas para ahondar los avances
del modernismo, especialmente en la demolición y casi desaparición del Culto
religioso que ya se había vuelto banal e inconducente con la reforma litúrgica
del Vaticano II y al que había que propinarle un último empujón. Poniendo ahora
los Sacramentos cada vez más lejos de los ya no tan fieles, que se han
acostumbrado rápidamente a prescindir de ellos o a mirarlos por la televisión,
cuando no forzarlos a aceptar formas novadas en prácticas degradantes, cada vez más
profanizantes y blasfemas, como la comunión en la mano.
Ahora bien, el que
esta pseudo-pandemia sea evidente y primordialmente –por lo menos para
nosotros- un asunto con un objetivo religioso, anticristiano, no quiere decir
que frente a ella y sus expresiones o consecuencias se deba dirigir nuestra
batalla. Ya casi toda la realidad que vivimos, la casi totalidad de los ámbitos
que frecuentamos, están más que teñidos, impregnados, de este espíritu
anticristiano y de esta intención revolucionaria. El mundo sanitario, el
científico, el artístico, el jurídico, el económico, el político y el mismo
ámbito “religioso” moderno, son otros tantos espacios del enemigo llevados con
la misma intensidad de malicia. Y no es mayor ni peor que el consagrado aborto
o la renovada eutanasia, la universidad moderna o los derechos humanos. Como de
igual manera en todos estos ámbitos ya la malicia no necesita de grandes
expresiones intelectuales ni alambicadas estrategias, sino que expresa toda su
pestilencia en forma desembozada y boba. Porque en todos esos ámbitos a los
cristianos se les han caído las defensas, sus espíritus se han menguado hasta
lo indecible (¡pienso en muchos que medran en un timo tan evidente como la
democracia!) y caen ya no de golpes de guadaña sino por el leve soplo lúbrico
de una vida acomodada.
De lo que se trata
es de fortalecerse, de renovar el espíritu con la gracia de los Sacramentos (ya
no falsificados), de cumplir la justicia del Culto a Dios antes que todo (ya no
banalizado por el democratismo o el esteticismo), y por ello volver a gustar
los temas profundos del intelecto y dejarse de bobadas. El combate que se nos
plantea en la arena infame de este mundo anticristiano, regada de imbéciles
trampas que nos absorben las pocas fuerzas para desatar dilemas más que obvios
y al alcance de los simplones, que nos son presentados como elementos de
distracción de lo que es esencial y que deben ser evitados como se rodea un
enclave enemigo que se ha puesto para disolver las energías.
Sin embargo nada de esto supone tomar a menos la importancia que tiene el deber de negarse en forma pública y notoria al uso de los símbolos que implican la aceptación de estas infamias, por uno mismo y por los otros que son llevados con ello a confusión, y no corresponde al hombre cabal, bajo ninguna excusa y en sus diferentes ámbitos, conceder con la mentira. Con los símbolos de la mentiras históricas (¡escribo en el “día del himno nacional”!), de las ciencias y del arte expresados en un academicismo de fraudulentas pompas. Con los símbolos de las mentiras de lo económico entrando en las estafas que se han convertido en el trato común del comercio y las finanzas; en los símbolos de la mentira en lo político como el voto; en los símbolos de la mentira en lo moral como las banderas del “derecho a la vida”; en los símbolos de la mentira sanitaria como el barbijo, la vacunación, el espacio social y la limitación de asistencia al culto. Y tantos otros a los que el cansancio de ser siempre confrontantes nos va acostumbrando y nos va minando las defensas.