Por DARDO JUAN CALDERÓN
Tenemos bien entendido que el hombre necesita, por naturaleza, hacerse una idea del cosmos donde está inserto. Es decir, que nuestra psiquis no se encuentra en paz en la medida en que no se hace una explicación del orden que lo rodea y que lo incluye. Por tanto, en la medida en que el hombre está más de acuerdo con ese orden, mayor es su firmeza psíquica y su grado de “felicidad”, y en la medida que no encuentra explicación de en qué consiste la “empresa” de la que forma parte (desde su actividad laboral, su país y la historia en general), una falta de sentido oscurece y amarga toda su existencia. Se enferma y se destruye.
Queda un último personaje;
el que entiende el orden en el que está inserto y lo reprueba, lo que le deja
varios caminos: si hay posibilidades lo combate y es heroico. Pero si ya está
tan sólo que no puede combatir… o se hace cínico dentro de él, o le queda una
de las especies de martirio. Siendo la relegación sociológica el más común de
la actualidad en países occidentales.
Esta breve idea,
más que obvia, es la que ilumina la llamada “psicología organizacional”, nacida
entre las dos grandes guerras y los procesos de industrialización enormes que
estas generaron. El hombre – no sólo el
obrero, sino hasta los mandos medios y altos - que formaba parte de la líneas
de producción sólo veía una partecita especializada del trabajo (recuerden la
película de Chaplin - Tiempos Modernos – en que ajusta una tuerca dentro de una
línea de montaje, sin saber ni para qué lo está haciendo) y se producía una
enfermedad psíquica muy parecida a una depresión, que se dio en llamar
“enajenación”, palabra que se usaba ya para los “locos”, es decir, un estar
fuera de sí, pero que ahora se refería a un estar fuera del “contexto”
existencial (la especialización de las profesiones produce un idéntico efecto,
al punto de que, por ejemplo en la medicina – y en todas las otras igual- ya no saben que están tratando un “hombre que
vive y que discurre una aventura sobrenatural”, sino una rodilla, o un hígado o
un pene. No ha llegado a las ciencias modernas la necesidad de esta idea de
concebir un hombre integral al final de la línea).
La enajenación era
la enfermedad de los tiempos modernos, no sólo en la línea de trabajo donde los
hombres no sabían qué estaban haciendo ni qué salía al final de la línea, o si
lo que estaban haciendo era algún producto de calidad o una chapuza; ni para
quién eran las ganancias, ni si ese trabajo era un bien o un mal para la
comunidad, y mil otros interrogantes. Pero ni hablar del proceso de enajenación
que significaron las dos grandes guerras donde, de la misma manera combatían y
entregaban sus vidas la más de las veces sin saber ni para qué era todo eso, ni
quienes ganarían con las “victorias” o con las derrotas. Es más, nace el
“discurso”, un mensaje emotivo (el patrioterismo) para entusiasmar las masas
que la más de las veces resultaba en un engaño y una posterior desilusión. Munch pintaba ese estado de
enajenación con su cuadro “El grito”, donde el hombre descubre después de la
entrega de su vida que todo era una estafa. Fue el resultado de los grandes
discursos bélicos del siglo XX, una “Masacre por bagatelas” dirá Céline,
posterior a los cuales, y según el mismo Víctor Frankl, los consultorios
psiquiátricos se llenaron de clientes. El hombre salido de este gran fraude sangriento
ya no sabría nuca más a ciencia cierta a qué intereses responde el mundo que lo
rodea.
Cierto que a nivel
económico, después de la guerra, las grandes empresas iniciaron una tarea de
aportarle a sus cuadros un “sentido de pertenencia”, insertarlos dentro de un ámbito de conocimiento
de todos los aspectos de la organización y hacerlos partícipes del orgullo de
un “buen producto” (vean el film “El Gran Torino”) para de esa manera sacarlos
de la depresión del hombre enajenado y ser un “Hombre de Ford”, orgulloso de lo
que hacía con su fuerza laboral, pero que desconocía hasta sus hijos. Esta
política tuvo grandes resultados en la revolución industrial japonesa, en la
que cada hombre compenetrado en ser parte de un resultado empresarial que lo
enorgulleciera, produjo un salto de calidad en su industria realmente
milagroso. Ya nadie apretaba una tuerca, estaba formando parte de la
construcción de un TOYOTA (por decir uno) que era ¡el mejor auto del mundo!;
pero las existencias se vaciaban de todo sentido una vez terminado el trabajo y
los índices de suicidios eran enormes tras las jubilaciones.
Hace pocos días
tuve que hacer un informe sobre una pasante en el estudio, y la encuesta de la
universidad (mala, zurda e idiota) sin embargo contemplaba si la pasante,
además de hacer su trabajo, se había formado una idea de conjunto del ámbito de
trabajo, quién era más o menos influyente en el proceso, es más, si había
captado la posición social de los componentes fuera del ámbito de trabajo y si
había tomado conciencia del “rol” social – beneficioso o no – de la empresa dentro
de la comunidad y ¡hasta “a nivel global”! La pobre sólo había llenado
formularios de la afip, bastante bien y conociendo las normativas, y su
atención estaba en ver cómo se ganaría la vida para volver a su casa
importándole un bledo todo aquello. Indudablemente “estaba enajenada”, cosa que
no informé, pues el orden que me hubiera gustado que ella comprendiera estaba
en el catecismo.
Pero con respecto a
la historia, a los movimientos “macro” (como se dice ahora) nadie sabe para
dónde marchan – ni aún los “mandatarios” de las democracias - y una vez caído el encanto progresista con la
posibilidad de la tragedia nuclear, hay una oculta sospecha de que estamos
insertos en un proceso más que sospechoso, probablemente funesto, pero oculto
en sus líderes, en sus fines y en sus intenciones a tal punto de hacerse
inescrutable. Todos quedan enajenados.
Y acá vamos a otra
característica natural de la psiquis humana, el principio de “completividad”.
El hombre busca naturalmente entender las cosas dentro de un orden mayor. Por
ejemplo, si veo diez flores iguales en un renglón, no veo diez flores, veo una
guarda. Armo el conjunto y le doy sentido, completo lo que no se me da evidente.
El hombre busca por tendencia natural el darle el sentido de un orden a todas
las cosas que ve y que lo rodean. Y el intelecto “rellena” el dato que le falta
hasta encontrar un sentido de orden. Lo hace con su familia, con su lugar de
trabajo, con su pueblo, con su nación y con el mundo. Desde el simplón hasta el
intelectual. El taxista tiene una explicación del mundo tanto como el teólogo
más encumbrado. La diferencia existe en la capacidad y en el conocimiento que
se posee para “armar” ese orden. No vamos a entrar mucho en el problema gnoseológico,
pero mínimamente veamos el asunto de que si todo esto es porque las cosas, la
naturaleza, el cosmos en general, tienen
un orden dado por una inteligencia creadora que nosotros descubrimos por la
contemplación de ese orden, o, todo es
un caos, una especie de desorden en que la inteligencia humana ordena las
piezas según el fin que se propone, en cuyo caso lo importante no es la
contemplación, sino el “hacer”. Si me propongo hacer algo, pues “organizo”,
ordeno a partir del fin que me propongo. Esta es la diferencia entre el hombre
tradicional (que se encuentra en un orden dado por el Creador) y el hombre
moderno (que crea sus propios ordenes).
Pero volvamos a lo
nuestro; cuando los hombres echan a andar sus propios ordenes, para sus propios
fines, yo puedo, como dijimos más arriba, acordar con el mismo u oponerme; pero
si esos fines (y por tanto esos ordenes) son inconfesados, secretos (por
diversas razones) pues yo – el hombre- si he quedado dentro del sistema
organizado puedo saber apenas algo de lo
que me toca hacer, normalmente referido al trabajo con resultado económico, pero
no tengo la explicación “completa”, esta explicación me es ajena, estoy
enajenado del “mundo” en que vivo. Y sin
ninguna duda esta es la situación del hombre moderno ante fuerzas poderosas anónimas que gobiernan
las naciones y hasta el mundo entero con fines inconfesados.
Recapitulando, la
psicología organizacional vio que el hombre enajenado del orden de la empresa
se enfermaba y se hacía improductivo, así que lo pusieron (desde el portero
hasta el gerente) al tanto del orden general de la producción, orden que a la
vez debía ser “bueno” (un producto de calidad), y aún más, que esa empresa debía
ser buena para la sociedad, entonces el hombre cobraba un sentido de su trabajo
y un sentido de valor de ese trabajo. Eso lo hacía un hombre feliz. Pero claro,
el hombre entonces tiene que continuar de igual manera en la comprensión cada
vez más general de los órdenes, su país, su nación y hasta el mundo en general.
Y en esos lugares todo se hacía oscuro, podía en el mejor de los casos haber un
“discurso”, una estafa, pero que cada vez con mayor velocidad se hace patente,
produce la desilusión y la incredulidad, y hasta últimamente se prescinde de la
mentira discursiva, se sabe que “no hay que preguntarse” más allá del bolsillo,
haciendo del hombre moderno una horda de
enajenados.
Frente a esto hay
dos posturas. La primera decide limitar la exigencia de comprensión, cortar
esta especie de curiosidad natural y no preguntarse más allá de lo inmediato. “Si quieres que tus días sean felices… ¡no
analices!”. Este corte lo llamamos
en otro artículo “agnosia moral”. No quiero ver y no quiero pensar lo que no
puedo saber, luego ni lo que sí puedo saber y, hasta en casos, lo evidente. Y
como dijimos, este hombre que no se plantea más allá de lo inmediato para dejar
de pensar en qué orden está inserto, pues es un hombre anestesiado y amputado
en su sistema nervioso. Es un enajenado voluntario, él mismo decide no saber
más allá y pasa a entender que el querer saber más, saber lo que no se puede
saber, es un rasgo de locura. El enajenamiento es la cordura. Hemos dado vuelta
el sentido.
La otra postura es
negarse a la enajenación y tratar de ver, de saber, cuál es ese orden
inconfesado y secreto dentro del que estamos inmersos, y volvemos al taxista.
Son tantos los espacios desconocidos que tenemos que “rellenar”, que la
imaginación – con más los pocos o muchos datos que se tienen por estudio y
experiencia, y con la capacidad o inteligencia de cada uno – construye una
explicación del orden que vivimos, que es casi – o completamente – literaria.
Por lo menos es bastante incierta. Y allí nacen los “locos”, los
conspiracionistas y otras yerbas.
En suma, o te
enajenas voluntariamente (que ahora es estar cuerdo), o te vuelves loco armando
un rompecabezas al que le falta una enorme cantidad de piezas. Pero ojo, porque
el enajenado voluntario es sin duda un enfermo psíquico, y aunque parezca un
hombre racional y prudente, tarde o temprano gritará agarrándose la cabeza como
el cuadro de Munch, porque no sabe qué sentido tiene su existencia y será más
temprano que tarde, mal sorprendido por los resultados. Está más loco que el
loco conspiracionista (o apocalíptico) que por lo menos responde al impulso
natural de saber, de explicarse y de completar.
El sistema
religioso cristiano ponía al hombre en conocimiento de todas las respuestas con
respecto al orden. Ese orden puesto por Dios era un orden “confesado”, expreso
y daba el sentido desde lo más ínfimo hasta lo más complejo, me ubicaba en mi
medio, en mi cosmos y en la historia, me “integraba”, no me enajenaba. No digo
que me prometía aquí un lecho de rosas ni un final hollybudense, no tenía un
discurso emotivo y no producía desilusión alguna. Pero en la historia, en esta
de aquí, la nuestra particular (que termina en la muerte) y la general del
hombre (que termina en un apocalipsis), no nos daba la idea de un happy end. Y
al no darnos esa idea no era muy propicio para ciertas empresas terrenas en las
que estaba empeñado el homo economicus, como “el trabajo” económicamente
productivo llevado a la cúspide de la razón existencial. Pero este objetivo
economicista es inconfesable por una razón obvia, la gran mayoría, como en
aquellas dos guerras, será carne de cañón, porque no hay ganancias sin
pérdidas, y mucho menos grandes ganancias sin grandes perdedores.
Esto hizo que el
catolicismo se viera en merma de desarrollo con respecto a los medios
protestantes que armaron “el espíritu del capitalismo”. Aún antes del Concilio
(y anticipándolo) hombres como Escrivá de Balaguer promovían desde un nuevo
catolicismo (que no es otra cosa que un protestantismo romano), el
enajenamiento como respuesta prudente frente al mundo masón, es decir la
prescindencia del juicio sobre el “mundo”, el de no tratar de entender en qué
orden estábamos inscriptos los católicos de la modernidad y si debíamos
rechazarlo y enfrentarlo, o por lo menos sabotearlo. Por el contrario, había
que “amar profundamente al mundo”, sobre todo sin comprender hacia dónde lo
dirigían unos personajes que no se conocían. Todo estaba en el “trabajo” terreno
al que se le otorgaba una dimensión salvífica y no había nada más allá de esa
escueta frontera mental.
La palabra
“conspiración” es una palabra, de connotación negativa, que le echan en cara
los conspiradores (¡ja!) a quienes no quieren caer en la locura de la agnosia
moral, de la falta de juicio sobre el mundo, del corte antinatural de los
interrogantes intelectuales. A quienes se niegan al prozac y los anestésicos. Y
sin duda alguna, cuando muchos de estos hombres normales siguen su natural
tendencia e intentan explicarse el orden en el que están, al rellenar los
huecos que deja el secretismo y el anonimato, la más de la veces sin mucha
preparación y con ninguna guía magisterial, suelen decir un montón de pavadas y
dar peso específico a las acusaciones de paranoia. Pero, repito, no se dan ustedes
una idea de lo enfermos que están los que han dejado de cuestionarse y han
cortado sus terminales nerviosas. Los que entregan su trabajo y sus vidas a
órdenes que desconocen (aun sospechando en el fondo que los mismos pueden ser
perversos). Los que entienden que su grado de responsabilidad termina en la
punta de sus dedos, de lo inmediato de su conducta con sentido económico.
La insensatez ha llegado a tal grado que para todos estos bien pensantes, aún católicos, si un pobre creyente se toma en serio el Apocalipsis es un chiflado. Un loco que amarga el futuro de las nuevas y jóvenes generaciones. Un antisocial que aunque con amor y celo quiere despertar a los demás de una modorra suicida, pone a todos en la encrucijada de tener que tomar decisiones difíciles. Un aguafiestas. ¡Como si la vida fuera una fiesta! Pero el que no lo sea, que es evidente para todos, parece que es una mala noticia que no hay que darles a los jóvenes que ya no pueden vivir sin ilusiones. Sin ser ilusos. Y para que los jóvenes crean tamaña mentira hay que impedirles ver, ver que el mundo está manejado por unos hideputas que están ejecutando una estafa colosal; que aunque no sabemos a ciencia cierta como la llevarán a cabo, más menos la suponemos tratando de llenar los vacíos que el secretismo masón produce a propósito y que lo único que sabemos seguro en medio de toda esta oscuridad, es la claridad de la Profecía a la que nos estamos cegando.