En la década del
treinta del siglo pasado el eminente intelectual argentino Carlos Ibarguren
escribió un ensayo titulado “La Inquietud de Esta Hora”. Trataba acerca de la
crisis espiritual y política que vivía Occidente tras la Gran Guerra,
considerando el cuestionamiento por el que pasaba la democracia liberal y el
auge de los movimientos fascistas, que prometían una revolución. “La inquietud
de esa hora” estaba dada por esa
mezcla de sensación de crisis, de caos, de crítica, con la esperanza de un
cambio para mejor, que prometía el fascismo.
El clima de miedo,
de terror, de pánico y de incertidumbre se ve renovado sistemáticamente en esta
hora inquietante, por la aparición de
supuestas “variantes” o cepas nuevas de un virus ficticio: el “covid”. Y
lo más perturbador es que la inmensa mayoría de las personas y de las
instituciones no se han enterado de que estamos
en guerra, puesto que han creído
–acto de fe- el discurso propalado
por las élites y magnificado por los medios de
propaganda –tal como hemos denominado, con justeza, a los medios de
comunicación-
“La inquietud de esta hora” radica, para la mayoría, en
el miedo que le produce un inexistente virus supuestamente peligroso –aunque
las propias cifras oficiales lo desmienten- y en las conductas que, a causa de
ello, han sido obligados a desplegar, distintas a las habituales, y que
amenazan ser permanentes –distanciamientos, mascarillas, inoculaciones, etc.-
Por su parte, para la minoría que sí ha captado la guerra, es inquietante la soledad, el ostracismo,
la incomprensión, la falta de empatía… y la acusación de herejía.
Puesto que si algo
ha traído esta plandemia es una
radicalización y una cosmovisión religiosa del mundo como hace tiempo no se
veía en Occidente. La creencia en la plandemia, nuevo Credo apocalíptico y posmoderno, es una hecho: cuenta con sus
nuevos dogmas –la existencia no demostrada científicamente del virus-, sus
nuevos rituales –el bozal, el saludo- y sus nuevos sacerdotes –los “expertos”-.
Es un hecho, repetimos, incuestionable, como antes lo era la existencia de
Dios; quien se atreva a negarlo, será considerado orate, raro, extraño,
peligroso; será apostrofado, ad hominem,
como “antivacunas”, “terraplanista” o “negacionista”. Muchas personas se han
vuelto feligreses de esta nueva religión, la del “covid”; substituyendo, subversivamente,
a la verdadera religión católica.
Corolario de lo
anterior es la implacable política de censura que se ha efectuado contra lo que
la élite considera “desinformación” acerca de la plandemia. Contrariando, de ese modo, el hasta hace meses sagrado
derecho a la “libertad de expresión”, legado de las revoluciones modernas –como desarrolláramos en artículo pasado- Nosotros mismos hemos sufrido la censura
del artículo “Plandemia y Educación
Virtual”. Los “verificadores de datos” (fact
checkers) son los inquisidores modernos de la nueva religión del “covid”;
con la importante diferencia de que no sirven a la Verdad, como la Santa
Inquisición, sino a la Mentira.
La religión del “covid”
representa, en conclusión –y por lo que hemos explicado- un claro signo de
apostasía y esjatológico: constituye la sustitución de la verdadera religión
por un torpe remedo. La criba de los últimos tiempos se está dando gracias a
esta ciclópea farsa: entre los propios católicos -como dijimos en el escrito pasado-
hay confusión, y hay quienes han adherido, renegando en la práctica de su fe, a
este nuevo credo. Tiempos finales, tiempos de confusión, tiempos que recuerdan
aquello del Evangelio: “el reino de los
cielos es semejante a un red que se echó en el mar y que recogió peces de toda
clase. Una vez llena, la tiraron a la orilla, y sentándose juntaron los buenos
en canastos, y tiraron los malos”.